Hubo un tiempo en el que no entendía lo que era la poesía. Me parecía extraño que alguien pudiera desnudar un sentir y dejarlo escrito en la hoja como si fuera un beso tan efímero como eterno. Ni se me había ocurrido traducir con palabras andantes, el susurro de aquello que no encuentra consuelo y que la sola expresión de su nombre clavaría tan hondo y las entrañas dolieran de tanta agonía. Y en la noche la luna fuera la confidente y la desesperación brotara por esos poros el deseo cubierto de versos sin destinataria. Y a veces la bronca se derramara con tanto ímpetu, como si fuera a gritar en un mundo sin voces. Tanta belleza en algo terriblemente triste o una desbordante alegría que sería capaz de provocar náuseas con tan solo leerla. Amantes declarándose lo imposible y volviéndose cada vez más solitarios. Promesas de pertenencia que se despolvarían en un futuro ante la evidencia de cartas guardadas en un cajón de un escritorio. Servilletas escritas sobre la mesa de un café, que vuelven al escenario de viejas basuras.
Alguien dice: “No tientes a la miseria, que ya hay suficiente”, entonces los versos se rebelan contra la frialdad de un mundo que urge en respuestas y agota de tanta exigencia. No me escribas desde el pedestal donde los dioses con gusto se paran, escríbeme desde lo que dejé de creer, de ver, de sentir y tal vez la poesía sea nueva para mí. Grita justicia y te escucharé.
